martes, 6 de octubre de 2009

Inclusión: Historias pueblerinas. El loco



Historias pueblerinas. El loco

Los pueblos tienen su galería de personajes: el loco, el tonto, el croto, el sabelotodo, que forman parte del escenario del lugar. El mundo entero los conoce. Participan de todos los eventos, saben quién es quién y qué pasa en cada sitio. Los vecinos les encomiendan misiones inútiles o imposibles, los usan de mensajeros, les enseñan palabras con doble sentido, les ponen sobrenombres, les informan novedades falsas o maliciosas para que las repitan, los invitan a sus casas o a las fiestas como atracciones. De este modo adquieren identidad. Las andanzas de estos personajes están presentes en las conversaciones y reuniones familiares, en el club social, en el café, en el recuerdo de los que se van del pueblo. Si bien suelen ser objeto de mofa o broma irrespetuosa, adquieren un valor emblemático, prototípico, que contribuye a definir el pago y le da un colorido que excede el que brindan los vecinos corrientes. Están siempre presentes en los acontecimientos sociales: la misa, la llegada del tren, el corso, la yerra, los desfiles, los conciertos de la banda policial, los partidos de fútbol entre encarnizados contendientes… Se paran en la puerta de las casas cuando hay bautismos, bodas o cumpleaños con la esperanza de ligar una moneda o algún sabroso bocadillo. Algún vecino les dona un saco viejo, unos pantalones, bombachas o alpargatas; un despensero les obsequia un pan, un salamín o un pedazo de queso. No les cobra el peluquero, el dentista o el médico, aunque no acostumbran visitarlos. La higiene y el cuidado personal no forman parte de sus preocupaciones. Suelen portar una bolsa en la que guardan preciosos bienes: una lista de frases de los vecinos con variadas ocurrencias y complicada grafía, que no pueden descifrar porque no leen o lo hacen en forma rudimentaria, un reloj que no funciona, un tornillo, alguna moneda, un trozo de hilo, un pañuelo sucio…
En el pueblo donde nací y pasé mi primera infancia existían varios de estos personajes. La historia que relataré se remonta a los últimos años de la década del 40 en adelante. Forma parte de mis recuerdos de niñez y juventud.

Recuerdo haberlo visto por última vez en el verano del 80 en la puerta de la iglesia cuando se casaba una prima. Estaba como siempre, como lo había visto desde pequeña a pesar del paso de los años. Se me ocurrió intemporal.

De baja estatura, menudo, mirada opaca, arrastraba los pies al caminar. Usaba ropa varios talles más grandes. Confundía las generaciones de mi familia: nos reconocía por el parecido, nos decía “las chicas de Don Gregorio”, pero no sabía si éramos las hijas o las nietas de mi abuelo. Era un personaje claramente popular y la mosca blanca de su familia; los padres y luego los hermanos se veían obligados a seguir el deambular permanente por el pueblo. Sus paradas habituales eran la puerta de la iglesia, del bar o del club en la que ensayaba la consigna “¿me das una moneda?”. Conocía vida y milagros de los vecinos y aunque no aprendió a leer era ducho en el manejo del dinero. Andaba con una hoja de papel y un lápiz solicitando al interlocutor ocasional que le anotara algo que le interesaba. Cuando le parecía que el mensaje dictado era más corto o largo de lo que el escribiente reproducía decía: “me parece que no estás escribiendo lo que te pido ¿no será una cargada? Lo voy a hacer leer con mi hermana”. El comentario estaba justificado, porque algunos avivados anotaban frases como “vendo un montón de escobas viejas” o “tengo una escupidera llena de orines”.

Se decía que en una alta palmera de la casa familiar había habitado un loro. Vaya a saber mediante qué sistema el dueño de casa le enseñó a gritar cuando nuestro personaje salía sin rumbo fijo: “patrón, patrón, el que le dije se va, el que le dije se va...” El destinatario comenzó por insultar al ave, luego a arrojarle piedras acompañando los gruesos epítetos. Dejo librado al lector adivinar el destino final del informante emplumado.
Cuando los padres murieron y la familia no pudo o no quiso hacerse cargo, fue enviado a un lejano hospital psiquiátrico donde dejaron prontamente de visitarlo.
A las pocas semanas el loco ya no estaba en este mundo.



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